Tensión, preocupación, tristeza, frustración… A veces, nuestra mochila se llena de realidades ajenas que nos agotan espiritual y psicológicamente. Esto es algo que viven a diario las personas muy empáticas, aquellas que frecuentemente se impregnan del universo emocional de los demás. En estos casos, a la propia empatía se le añade otro factor no menos complicado: la hipersensibilidad. 

Hay personas a las que les cuesta un poco más manejar las emociones e incluso son muy susceptibles a los estímulos del entorno. Se las conoce como “esponjas emocionales”. Es ponerse en los zapatos ajenos con gran facilidad y quedar impregnado de los sentimientos ajenos hasta enfermar. Esa impregnación emocional se traduce a menudo en cansancio físico, cefaleas, insomnio, trastornos de ansiedad.

Generalmente “absorben” con mayor intensidad la negatividad que flota a su alrededor y la somatizan; procesan los estímulos de su entorno de manera más intensa. Las emociones de valencia negativa pasan una mayor factura. Hombres y mujeres, niños, adultos, ancianos. La combinación entre empatía e hipersensibilidad aparece a cualquier edad. Es común que abunden las decepciones, el dolor por cargar sufrimientos ajenos, el sentirse “quemados” laboralmente, así como el elevado estrés y la ansiedad.

Las personas “esponjas emocionales” terminan agobiadas con mucha facilidad. Lo que es una virtud se convierte fácilmente en una carga. Desafortunadamente, también es frecuente que los demás las conviertan en receptoras de su propia sobrecarga, dada su empatía y su receptividad. Son individuos muy intuitivos. No necesitan que nadie les diga cómo se sienten para darse cuenta si están bien o mal; lo captan fácilmente.

No sólo son capaces de ponerse en el lugar de otros, sino que además lo hacen de forma extrema, sintiendo como propias las emociones de los demás. Se sienten responsables y creen que deben ayudar a todos, buscando soluciones para los problemas ajenos. Invierten buena parte de su tiempo en reflexionar sobre la forma de resolver los conflictos a otros. Sin notarlo, estas personas tan sensibles terminan olvidándose de sí mismas y adoptando el rol de “reguladores emocionales” eternos. Una persona emocionalmente muy sensible puede llegar a desdibujar su identidad.

Más que ser solidarios, los absorbentes son herederos de un problema que no es suyo. Son aquellos que, con la “papa caliente”, se queman las manos y terminan haciéndola propia. Buscan conciliar, contienen y alientan. El NO, no se encuentra en su vocabulario. Colocan en primer lugar a los demás y no se valoran. 

Son muy reactivos; ante situaciones que a los demás no les afectan, reaccionan de una manera exagerada. El gran problema surge cuando esto nos afecta en nuestra vida. No somos capaces de soltar lo que no es nuestro, empezamos a olvidarnos de nosotros, a entregarnos a los demás, a sufrir por otras personas. 

La empatía no es negativa; sentir demasiado tampoco, pero arrastrar y absorber dolor y sufrimiento ajeno sí lo es. No es lo mismo percibir que absorber y esto es algo que, a veces, se nos va de las manos y dejamos de controlar. Por eso, cuando nos encontremos muy agobiados, cuando notemos que las emociones se nos están yendo de las manos, cuidemos de nosotros. No tenemos por qué hacernos responsables de los sentimientos ajenos, de las penas, las tristezas o los dolores. En la medida de lo posible, es necesario orientar una parte de esa energía que volcamos en los demás en nosotros mismos. 

Cuando nos estresamos por los otros o nos angustiamos por sus problemas, esos sentimientos no sólo nos desestabilizarán psicológicamente, sino que también pueden afectar nuestra salud física. Para protegernos, necesitamos encontrar un equilibrio entre la sensibilidad y la compasión. No significa convertirnos en una persona distante e indiferente sino tan solo aprender a gestionar la carga emocional de los demás para que no pese demasiado sobre nuestros hombros. 

“En una sesión grupal, la psicóloga en un momento dado levantó un vaso de agua y preguntó: -¿Cuánto pesa este vaso?

Las respuestas de los componentes del grupo variaron. Pero la psicóloga respondió: -El peso absoluto no es importante, sino el percibido, porque dependerá de cuánto tiempo sostengo el vaso. Si lo sostengo durante 1 minuto, no es problema. Si lo sostengo 1 hora, me dolerá el brazo. Si lo sostengo 1 día, mi brazo se entumecerá y paralizará. El vaso no cambia, pero cuanto más tiempo lo sujeto, más pesado y más difícil de soportar se vuelve. Después continuó diciendo: -Las experiencias y emociones negativas son como el vaso de agua. Si piensas en ellas un rato, no pasa nada. Si piensas en ellas un poco más empiezan a doler y si piensas en ellas todo el día, acabas sintiéndote paralizado e incapaz de hacer nada. ¡Acuérdate de soltar el vaso!”