Existe una ley llamada “de las consecuencias imprevistas”; nos muestra que, en realidad, nunca tenemos todo bajo control. Incluso detrás de una gran planificación, la realidad puede ser esquiva y no cumplir nuestras expectativas. Esta ley señala que las acciones humanas siempre, o casi siempre, tienen consecuencias no calculadas o inesperadas. Hay aspectos que no se logran ver con anticipación, o factores fortuitos que modifican las situaciones.

Querer controlarlo todo es una de esas fantasías que se ha instalado en los tiempos que corren. La historia del hombre es la de una conquista progresiva sobre las fuerzas de la naturaleza. El ser humano ha dado un salto gigantesco que lo ha llevado a desentrañar progresivamente los misterios de cuanto lo rodea. Sin embargo, ahora todo transcurre a un ritmo que es más veloz que nuestra capacidad para digerirlo. La cuestión es que, en el trasfondo, hay un deseo de pisar suelo firme, de sentir que tenemos el timón de nuestra propia vida.

Controlarlo todo sigue siendo una fantasía. Un propósito irrealizable que, cuando se olvida, da paso a una serie de comportamientos fallidos que atraen oleadas de ansiedad. Nos descubrimos constantemente perdiendo el control y eso nos frustra. Todo está en movimiento y hay cientos de factores que escapan a nuestro dominio. Hoy es de una manera y mañana de otra. El único estado en el que hay certezas absolutas es la muerte. La vida en cambio se desenvuelve entre incertidumbres y flujos inesperados.

Todos los días nos enfrentamos también con sentimientos y emociones contradictorias. Y aunque no lo planteemos de esa manera, quisiéramos también poder controlar todo. Por eso cada vez que algo se sale del plan, o cuando aparece un obstáculo, es posible que reaccionemos irritándonos. Es una suerte de rebeldía contra esos imperativos de la realidad que van en contra de nuestros propósitos. Es usual que terminemos inmersos en algunas paradojas. Logramos controlar el flujo de dinero, pero no conseguimos controlar el insomnio. Llegamos a ser capaces de establecer un control sobre nuestra fatiga, pero se nos escapan de las manos esas relaciones que tanto nos importan. Por más que lo intentemos, nunca logramos controlarlo todo.

Cuando sentimos que la situación actual nos sobrepasa, acabamos frustrados y con una desagradable sensación de miedo que, en ocasiones, puede llegar a disfrazarse de rabia y desesperación. Todo ello, contribuye a que generemos una neblina de pensamientos que dificultan encontrar la forma adecuada para hacer frente a eso que nos ocurre. Cuando nos convertimos en víctimas del miedo y sentimos que nada está en nuestras manos, que estamos fuera de control y que no podemos hacer nada frente a lo ocurrido, es muy normal que experimentemos una gran impotencia.

¿Se puede controlar lo incontrolable? Controlar significa que podemos, mediante nuestros pensamientos, emociones y acciones, modificar algún aspecto del entorno o de nuestra vida. Si controlamos algo, tenemos poder sobre ello y podemos decidir su rumbo. A todos nos gustaría poder controlar el mundo que nos rodea. Pero lo cierto es que hay muy pocas cosas sobre las que podamos hacerlo. A nivel teórico, esto no es nada nuevo y somos conscientes de ello, pero a nivel emocional se nos olvida muy fácilmente, lo que nos lleva al malestar. No podemos controlar lo incontrolable. ¿Qué podemos controlar? En el mundo externo, nada. En nosotros mismos, todo nuestro ser, así de simple. Esta realidad nos hace libres, calmos, seres en paz. 

En un mundo caótico, es responsabilidad nuestra dotar de calma a la mente. El autocontrol emocional parte de una premisa clave: en un mundo donde gran parte de las cosas escapan a nuestro control, debemos aprender a tener bajo nuestras riendas esas áreas que sí dependen de nosotros. Aún teniendo ante nosotros un océano revuelto y hasta amenazante, todo se afronta mucho mejor si gestionamos nuestras emociones. 

Gestionar las emociones de manera inteligente significa canalizarlas para mantener el equilibrio y la armonía. Gracias a ello, logramos ser una fuerza positiva para nosotros mismos y para todos los que nos rodean y evitamos que nuestro mundo emocional nos quite energía vital. Cuando nuestras emociones logran mantenerse en equilibrio somos más productivos, más creativos y más felices. Impedimos que aquello que sentimos se adueñe de lo que somos. Así, conseguimos dar un rumbo constructivo a ese mundo subjetivo, poniéndolo a nuestro favor y no en contra nuestra. Lograrlo solo exige decisión y constancia. Y muchas veces, aceptación. 

“Un hombre, que se sentía muy orgulloso del césped de su jardín, se encontró un buen día con que en dicho césped crecía una gran cantidad de dientes de león. Y aunque trató por todos los medios de librarse de ellos, no pudo impedir que se convirtieran en una auténtica plaga.

Al fin escribió al Ministerio de Agricultura, refiriendo todos los intentos que había hecho, y concluía la carta preguntando: -¿Qué puedo hacer?

Al poco tiempo llegó la respuesta: -En lugar de exterminarlos, le sugerimos que aprenda a amarlos.”